Te he llorado cuatro años, pero debo terminar con esto. No quiero. No quiero soltar la consistencia de tu mano, la afición a tu palabra. Me haces tanta falta, Héctor. Vivo crónicamente en un rincón de tu cocina, entre las piedras del patio, en el vacío de la alberca retirada, en el recuerdo del Tyson y la Morris.
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No sueño otra cosa que no sea tu casita Monroe y los Boteros aferrados a tu tierra y ventanal que engaña. Sigues siendo lo mismo. Acudo siempre a tu cobijo firme, como la hoja endeble acude al cobertizo, como va la mano en el invierno hasta el bolsillo, el músculo cansado al recoveco.
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Pero hoy quiero decirte: ya no.
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He luchado cuatro años en soledad y a solas. Quiero verte vivo y no hay manera. Existo divagando con la rabia sublime de que estás, que la vida que he llevado es una perra pesadilla, con guiones, manuscritos y líneas suprimidas.
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Hoy sólo quiero decirte: adiós.
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Voy a enterrarte, Héctor, cariño, aunque no lo creas. Te he extrañado tanto que he dejado de pensar. Vivo de noche y agonizo el día. He recolectado cosas tristes, he acumulado ataques masivos de pánico, simulacros superfluos de muerte, bautizos actuales de antiguas ofensas.
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Papiroflexia. Construye una nube, un avión fantoche donde se pierda tu alma volando, un avión templado que te acerque al resplandor de la verdad, que vuele en domingo, que te lleve de mí. Un avión pomposo que tumbe naranjas y amoneste abejas.
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Pero, Héctor, la piedrita, ponle una piedrita en la punta para que alcance más vuelo. Ya te miraré después, ya me contarás.
Pero hoy te digo: adiós, que descanses, papá.